En el último artículo dijimos que el escuchar suele dividirse en tres etapas, (1) el escuchar atentamente, (2) el proceso de hacer preguntas de índole diagnóstico, y (3) ofrecer una solución o remedio al asunto. Aquí comenzaremos con la fase prescriptiva (el semáforo con luz roja o peligro), o sea, la que no tiene nada que ver con la escucha empática.
La mayoría de los individuos pueden iniciar el proceso de atender con la intención de escuchar, pero pronto vuelven a lo que les es más natural —diagnosticar y prescribir. Esto se debe a que la gente está más condicionada a la resolución de problemas que a simplemente escuchar y frecuentemente prestan atención con este estado de ánimo.
Otra tendencia de las personas que escuchan es a compadecerse y mostrar lástima frente al relato que se les está contando; o sentirse identificado con la persona a la que se está escuchando y compartir una dificultad parecida que tuvimos que afrentar. Peor aún, se puede dar el caso en que optemos por callarnos para que la persona se apure y cese de hablar. Ninguna de estas respuestas le es muy útil al individuo que necesita desahogarse. Cada una refleja, entre otras cosas, una cierta cantidad de impaciencia.
Cuando la gente deja de prestar atención tiende a mostrarlo en su lenguaje corporal, como Nichols lo describe en su libro The Lost art of Listening (El arte perdido del escuchar): “La sonrisa automática, la pregunta estilo ‘atropello y fuga’, la mirada impaciente cuando empezamos a hablar”2.
La falta de empatía, muchas veces, nos lleva a pensar en forma superficial. Nos parece fácil solucionar los problemas ajenos. Los individuos habitualmente piensan: «Si estuviera en tu lugar yo hubiera…».
Tal vez hubiéramos solucionado el desafío de algún miembro o familiar si hubiésemos estado en su lugar. Algunas personalidades nos conllevan a afrontar determinados retos en cierta forma y con resultados predecibles. Por ejemplo, a algunas personas no se les pasaría por la mente confrontar a sus amigos, pero en cambio permiten que sus propias irritaciones se amplifiquen en silencio. Muchos otros no podrían ocultar sus disgustos.
¿Se ha percatado que las personas parecen caer en el mismo tipo de desatinos, dando la impresión que no han aprendido de sus experiencias? Tienen personalidades y habilidades específicas que les permiten resolver algunos desafíos más fácilmente que otros.
No pocas veces pensamos que ya hubiéramos resuelto algún dilema de un conocido si fuera propio, pero cuando nos encontramos en una situación análoga, no sabemos cómo proceder. Pero estamos siempre listos para aconsejar.
Hace años, al regresar de un paseo de padre e hija, le pregunté a Cristina, mi hija menor, si le podía dar un consejo gratis.
—¡Chis!— me respondió ágilmente—, ciertamente no pienso pagártelo.
Debería haber callado
En otra ocasión me vino a visitar una mujer joven de la Iglesia. Sofía no percibía cómo el trato indiferente que le daba a Patricia —quien había sido su mejor amiga en la universidad— no sólo le causaba dolor a su compañera, sino que también ayudaba a amplificar los sentimientos de hostilidad entre ambas.
—Ya no le hablo a la Patricia cuando la veo. Su actitud indiferente me duele. Nunca me saluda y esto me molesta. Solía ser muy cariñosa. ¿Pero, sabe? Cuando ahora se me acerca para hablarme, finjo que no me fijé en ella y miro hacia otro lado.
—¿Cómo pretende que su amiga sea cariñosa cuando usted actúa con indiferencia hacia ella?— le pregunté, exponiendo lo obvio.
Debería haber callado estos comentarios inoportunos. Sofía se molestó y me evitó por algún tiempo. Unas semanas más tarde volvió a visitarme. Esta vez escuché su dolor en forma empática. En vez de decir lo obvio le proporcioné toda mi atención. Sofía me contó, en pleno detalle, el padecimiento que estaba experimentando, la historia de la discordia, su sufrimiento y sus esperanzas. Se sintió escuchada y pudo tomar algunas determinaciones preliminares para remediar su desafío.
Nuestra efectividad para escuchar tiende a perderse cuando resolvemos el problema antes de que lo haga la persona a la que estamos intentando de ayudar. Algunos pretenden disfrazar sus tácticas para dar consejos por medio de preguntas tales como: «¿No piensas que…?» o «¿Has intentado…?».
No son preguntas
Alicia está preocupadísima por su hija mayor y comparte sus inquietudes con su amiga Sandra. Escuchemos un segmento de esa conversación.
—Estos son los problemas que tengo con mi hija— explica Alicia, poniéndole énfasis a cada palabra—. Deseo buscarla y hablarle y hacerla entender, pero no me escucha. [Pausa] Simplemente no sé qué hacer. Me siento incapaz de ayudarla.
—Si le pudieras proporcionar ayuda profesional, ¿ella iría? —le propone Sandra.
—Mmm. Como te estaba explicando, ella no me escucha. Cuando intento hablarle, darle algún consejo, me cambia el tema. Ese es el problema que tengo —insiste Alicia—. El que yo trato de buscarla pero no me escucha.
Alicia considera que la acotación de Sandra fue una distracción y momentáneamente pierde el hilo de lo que estaba contando. Eventualmente Alicia vuelve a tomar control de la conversación. Algunas personas, como Alicia, parecieran estar pidiendo soluciones cuando dicen: «Simplemente no sé qué hacer».
Inclusive, aparecen como si estuviesen implorando y haciendo una pregunta, tal como: «¿Qué hago?».
Pero el que escucha no debiera apurarse a proporcionar la receta. Vale la pena, por lo menos, responder con un comentario así: «No estás segura cómo proceder». Note que se hace en forma de comentario más que de una pregunta.
Si la persona responde con un «¡Exactamente!» y procede a compartir el resto de la narrativa, el que escucha sabe que le atinó con su comentario. Pero en cambio, si sigue pidiendo sugerencias, el que escucha puede ayudarlo a explorar opciones.
No me gusta ‘el juego del saber escuchar’
En un taller sobre la escucha empática, Juan Carlos, uno de los participantes, compartió unos desafíos que estaba enfrentando su empresa. (En estos talleres les pido a los participantes a que compartan casos reales, puntuales y que no hayan resuelto todavía.)
—Nuestro gerente general no está muy seguro de cómo proceder con un asunto tan delicado —explicó Juan Carlos refiriéndose a un desacuerdo entre compañeros—. Simplemente no sabe cómo lidiar con estos dos tipos que no se hablan.
Después de un instante, le di algunas sugerencias al participante del taller que tenía el papel del que escucha, con algunas ideas de cómo ayudarle a Juan Carlos a que siguiera hablando.
—No deseo jugar ‘el juego del saber escuchar’ —me interrumpió Juan Carlos con cierta frustración—. ¡Sólo anhelo encontrar una solución a mi dilema!
Esta circunstancia nos brindó la oportunidad ideal para ilustrar algunos puntos vitales. Cuando a los participantes de un taller les toca escuchar un apuro real, todo lo que han aprendido sobre el buen escuchar hasta ese minuto suele volar por la ventana. En vez de analizar la calidad de la escucha del compañero al que le tocó prestar atención, están muertos de ganas de ofrecer soluciones al dilema.
Permití, entonces, que los participantes, comenzando por un costado de la sala, compartieran sus sugerencias con Juan Carlos. Pero antes de hacerlo, les advertí que estaban entrando a la peligrosa fase prescriptiva (la luz roja).
Las sugerencias para Juan Carlos empezaron a brotar rápidamente.
—Es obvio, Juan Carlos —comenzó el primer participante—, que debes insistir en que el gerente hable con ambos individuos.
—Lo que yo haría, en cambio —acotó otro—, es…
Muy pronto quedó claro que, a pesar del deseo de Juan Carlos de «encontrar una solución», estas sugerencias de sus compañeros lo estaban irritando. Pronto, Juan Carlos confesó que hubiera preferido seguir pensando sobre su desafío con el apoyo de los participantes del taller.
En el próximo artículo veremos la diferencia entre tener lástima y mostrar empatía.
[…] 3. La escucha empática […]