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4 soluciones débiles al conflicto 

4 soluciones débiles al conflicto

Con frecuencia presumimos que un desacuerdo no tiene una solución mutuamente aceptable. Ciertamente, enfrentar los problemas no es fácil. Confrontar adecuadamente un asunto requiere (1) la posibilidad de exponernos al ridículo o al rechazo, (2) reconocer que quizá hemos contribuido al problema, y (3) tener la disposición para cambiar.

Cuando nos vemos envueltos en un conflicto, solemos reclutar a otros para que apoyen nuestra perspectiva y así no tener que enfrentar el asunto en forma directa con la persona afectada. Una vez que ya hemos obtenido el apoyo de los amigos, nos sentimos justificados en nuestra conducta y solemos ponerle menos empeño a la resolución del desacuerdo. 

Por cierto, colegas simpatizantes o amigos tienden a coincidir con nosotros. Esto ocurre en gran parte porque ven el conflicto y las posibles soluciones desde nuestra perspectiva. Después de todo, escucharon el cuento de nuestra boca. 

Sin importar si estamos tratando con miembros de la familia, amigos, conocidos o colegas, tarde o temprano surgirá algún desafío. Normalmente no nos faltan las palabras al interactuar con miembros de la familia u otros con los que tengamos contacto extendido. Los patrones de comunicación con estos seres más cercanos, eso sí, no siempre son positivos; frecuentemente resultan predecibles e inefectivos.

En el caso de interactuar con desconocidos, es común que mostremos nuestro mejor comportamiento. En nuestro afán por mantener las apariencias preferimos callar cuando las cosas no van bien. Podemos soportar por mucho tiempo antes de atrevernos a plantear un asunto. Esto ocurre especialmente durante lo que comúnmente llamamos el “período de cortejo”. En lugar de decir las cosas directamente, a menudo intentamos insinuarlas.

Encontramos que es más fácil barrer los problemas bajo la alfombra psicológica, hasta que llegamos a tropezarnos con el montón de molestias. Las lunas de miel tienden a terminar. En algún momento “la conducta de cortejo” queda a un lado. Después de esta transición puede que nos sea demasiado fácil decirle a nuestro cónyuge, colega o amigo, exactamente cómo debe mejorar. 

Ser sensibles a cómo afectamos a otros es una gran virtud, siempre y cuando esta misma sensibilidad no nos conlleve a ofendernos fácilmente. En cambio, podemos encontrar salidas constructivas para disipar la tensión (p. ej., el ejercicio, la música, la lectura, un acto de servicio al prójimo o incluso una noche de buen dormir). Peor es aparentar tranquilidad mientras que nuestro resentimiento crece.   

Las desavenencias no resueltas amenazan arrollar cualquier sentimiento de autoestima que pudiésemos poseer. Pocas son las personas que puedan jactarse de una autoestima tan alta que no pueda ser desinflada por las disputas. Al encontrar personas que estén de acuerdo con nosotros, falsamente elevamos nuestra autoestima. Pero sólo construimos sobre la arena.  

A medida que disminuye nuestra autoestima, somos menos capaces de lidiar con nuestros desacuerdos en forma positiva. La necesidad constante de compararnos a otros es una señal que nuestra autoestima está decaída. Es fácil confundir la autoestima con la vanidad y el orgullo. 

La autoestima estará construida sobre una base más firme a medida que aprendamos a lidiar efectivamente con los conflictos. En español hay dos palabras relacionadas, la autoestima y el amor propio. La segunda de éstas está relacionada con la falsa autoestima (p. ej., cuando hablamos de herir el amor propio). A medida que aprendamos a negociar nuestros desacuerdos exitosamente podremos fortalecer nuestra autoestima genuina. 

Requiere más habilidad, esfuerzo y compromiso —pero a corto plazo más tensión— afrontar nuestros retos en forma directa. En lugar de sostener un diálogo auténtico, a menudo gravitamos hacia otros métodos menos útiles de abordar el manejo de disputas. Contendemos (o competimos), cedemos, evadimos o encontramos un compromiso débil.

La competencia

Un hombre va sentado en su compartimiento del tren mirando el sereno paisaje ruso. Dos damas entran. Una sostiene un perro en sus faldas. Las mujeres miran al hombre con desprecio, ya que él va fumando. Desesperada, una de ellas se levanta, abre la ventana, toma el cigarro de los labios del ofensor y lo lanza hacia fuera. El hombre permanece sentado por un momento. Después procede a reabrir la ventana, toma el perro del regazo de la mujer y lo lanza hacia fuera por la misma. No, este no es un relato del periódico de hoy; más bien es una escena de la novela del siglo XIX, El idiota, de Fíodor Dostoievski. La seriedad y la frecuencia de la violencia laboral, doméstica, deportiva y de todo tipo parecen estar aumentando en forma desenfrenada. 

En términos simples, competir significa que una persona se salga con la suya. O al menos así parece en un principio. A largo plazo ambas partes terminan perdiendo. Por ejemplo, poco beneficio se obtiene al conseguir un maravilloso contrato si el margen de ganancias que le deja a la contraparte es tan pequeño que quiebra antes que concluya el negocio. 

La competencia tiende a enfocarse en un episodio en particular, y no en la viabilidad de la decisión a largo plazo; en la meta presente, en vez de la relación interpersonal duradera. Un funcionario jubilado se jactaba que cuando estaba en plena actividad laboral sus subordinados pronto aprendieron que él «No siempre estaba en lo correcto; pero siempre era el jefe». Aunque quizá obtuvo la obediencia de sus subalternos con estas tácticas, dudo que haya conseguido el compromiso de su gente. Los perdedores con frecuencia mantienen rencores y encuentran maneras de cobrarlos.

 ¿Acaso una empresa no debería intentar obtener el mejor precio para los materiales de insumo? u ¿Obtener el mejor arreglo posible cuando compra nueva maquinaria? ¿Qué hay de las situaciones únicas en las que nunca volveremos a ver a una persona? Detrás de estas preguntas se esconden algunos asuntos bastante profundos. Indudablemente, hay ocasiones en las que negociamos con la idea de obtener los mejores resultados posibles. En algunas culturas, la gente se ofende si paga el precio que piden sin regatear. 

Todos hemos escuchado el cuento del hombre que llegaba atrasado a una entrevista laboral. Le cortó el paso a una mujer que estaba esperando su turno para estacionar. Le ganó el lugar de su vehículo. Cuando ella se ofendió y le gritó, él le contestó en forma grosera y la dejó enfadada mientras que él corría hacia su cita. El tipo se sintió satisfecho ya que llegó a la oficina antes de que se presentara el ejecutivo que lo entrevistaría. Pero su gozo no fue duradero. La persona a la que esperaba resultó ser aquella mujer a la cual le acababa de quitar el estacionamiento. Hay veces, entonces, en que pensamos, equivocadamente, que no volveremos a tratar con alguien.

El ceder

Ceder involucra concesiones unilaterales a costa de la persona que está cediendo. La gente es más propensa a ceder cuando siente que existen pocas posibilidades de ganar o si el asunto es más importante para la otra persona que para ellos.

Hay ocasiones en las que el ceder es una virtud, pero no siempre. El ceder continuo puede significar que la persona deje de preocuparse. No hay nada de imprudente en el ceder ocasional durante una transacción de negocios, o un ceder balanceado entre cónyuges, o incluso el ceder frecuente de un niño hacia sus padres o maestros. Sin embargo, podemos reconocer dos tipos de ceder que son preocupantes: (1) cuando se dice que sí hoy y significa vivir con resentimiento mañana; o (2) repetidamente aceptar soluciones débiles por evitar un desacuerdo a toda costa. En estos casos, no es una virtud ceder. Cuando la gente deja de sentir interés, se distancian física o emocionalmente.

La evasión

El evadir las dificultades debilita las relaciones ya frágiles. Enviar a otra persona a entregar un mensaje, para no tener que enfrentar una situación, es un forma particularmente dañina de evadir los conflictos.  

Hay veces que el silencio es confundido con la evasión. He observado muchísimas situaciones en las que un individuo se demora en contestar, y por eso mismo se ofende la persona que le hizo la pregunta. En algunos de estos casos, me pareció que el cuestionado estaba por hablar pero simplemente no se le dio el tiempo suficiente para reflexionar. 

El no saber cómo contestar sin ofender es un motivo que nos puede llevar a guardar silencio. Ciertamente, callar puede ser hiriente, también. Sugerir que el diálogo se lleve a cabo más tarde, bajo circunstancias menos emocionales, puede ser muy útil —siempre y cuando no sea una táctica de evasión en sí. Hay aquellos que usan expresiones tal como «¡Veremos!», cuando lo que están diciendo es «No quiero hablar sobre el tema». Tampoco tienen intención de abordar el asunto más tarde.

El compromiso

Las concesiones recíprocas, donde ambas partes ceden algo, representan el compromiso. Estos arreglos pueden consistir en un acuerdo entre dos posibilidades (p. ej., entre ir a visitar a la tía Clotilde por media hora, como lo desea Julio, o por dos horas, como lo espera Juana, su esposa); otros podrían significar alternar al beneficiario (p. ej., hoy cenaremos en el restaurante chino que tanto te gusta y la próxima semana en la parrillada que me gusta a mí). Algunos asuntos se prestan más al compromiso que otros. 

Los compromisos ciertamente conllevan una dosis de buena voluntad, además de confianza en la otra persona y madurez, pero no demanda mucha creatividad. El término compromiso ha llegado a tener connotaciones algo negativas. Estas concesiones mutuas suelen ocurrir prematuramente, antes que el desafío sea bien comprendido y opciones más creativas consideradas. 

Dos hermanas discutían sobre quién se quedaría con la única naranja que quedaba. Estas llegaron a un acuerdo y la dividieron en dos. Una se comió su mitad y tiró la cáscara; la otra, quien estaba involucrada en un proyecto gastronómico, ralló la cáscara y se deshizo del resto.1      

Cuando nos enfrentamos con un desacuerdo, ¿hacia cuál de estos cuatro métodos solemos inclinarnos: la competencia, el ceder, la evasión o el compromiso? Es durante la juventud que empezamos a desarrollar algunas técnicas incipientes para lidiar con las relaciones interpersonales y el manejo de los conflictos, pero a medida que vamos madurando, necesitamos mejorar la forma que abordamos estas cosas. A continuación consideramos comportamientos que nos pueden ayudar a mejorar nuestras relaciones interpersonales.

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