Al leer los capítulos en Éxodo, contemplando Sinaí, vemos que Jehová se acerca a su pueblo. Casi podría decir que Jehová anhelaba mostrarse a Israel. Podría decir con cautela que muestra un deseo casi impaciente. El Señor lo expresa así «para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre» (Éxodo 19:9)
Israel llega a Sinaí a los dos meses de salir de Egipto, pero no espera ni cuarenta días a que Moisés descienda. «Y entró Moisés en medio de la nube y subió al monte; y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches.» (Éxodo 24:18).
A los cuarenta días el pueblo liberado busca un nuevo dios. «Haznos dioses que vayan delante de nosotros, porque a ese Moisés, el hombre que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido.» (Éxodo 32:23).
El pueblo entona cánticos, que se oyen desde el monte. Esos cánticos son egipcios, aprendidos en su anterior vida de esclavos. Ese becerro ya tenía un liderazgo que lo promovía como símbolo de un nuevo orden. Cuarenta días son suficientes para organizar una nueva dirección, que ya estaría fraguándose en los meses anteriores. Quizás, aventurando mucho, con la idea de volver a Egipto.
Eso es una gran infidelidad, que hace daño a quien ama mucho.
Las tablas de piedra
Hay que entender algo. El sale del velo como un esposo, con el mismo amor. Prepara su hogar y aposentos, sus leyes, su sacerdocio. Y en su presencia, mientras habla a su hombre de confianza, su desposada, Israel, se prostituye a dioses o lideres falsos. El no es un Dios sin pasiones. No es de piedra.
Israel no lo supo, pero estuvo al borde de una destrucción completa. Pero Moisés abogó al igual que lo haría más adelante Jehová con el Padre. Un simple hombre negocio con quien hacía estremecer el monte. De tú a tú. ¿Cómo es eso posible? ¿Qué clase de Dios es que negocia con un pastor de cabras y prófugo de Egipto?
Un Dios que ama.
En esta última dispensación leemos, «He aquí, si no quieren creer mis palabras, no te creerían a ti, mi siervo José, aunque te fuese posible mostrarles todas estas cosas que te he encomendado.» (DyC 5:7)
El bien lo sabía, lo comprobó en Sinaí y lo padeció en Getsemaní. José Smith quería mostrar esas cosas al mundo, quería revelar a Jehová a través de las planchas de oro. Traer de nuevo a Israel a Sinaí. Pero ya Jehová lo intento y aún así «…se volvió Moisés y descendió del monte trayendo en la mano las dos tablas del testimonio, las tablas escritas por ambos lados; de un lado y del otro estaban escritas. Y las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios grabada sobre las tablas.» (Éxodo 32:15-16). ¡Lo permitió! aun a pesar de la infidelidad de Israel, no lo destruyó y dejó a Moisés bajar con la carta de esponsales a la desposada que lo traicionó.
Las planchas de oro
Cuando José Smith, no escuchando el consejo divino, entregó las 116 páginas traducidas a Martin Harris, cuando quiso mostrar su pequeño Sinaí al pueblo. Lo traicionaron. Aquellos que debían ser sus amigos. El Señor le reprende «De modo que los has entregado, sí, aquello que era sagrado, a la maldad.» (DyC 10:9) pero «…otra vez te es restaurado; procura, por tanto, ser fiel, y sigue hasta concluir el resto de la traducción como has empezado.»
Afortunadamente no tenemos las planchas. Fueron llevadas para nuestro bien. De lo contrario el brillo de las hojas que palpó Martin Harris y otros dos testigos, el testimonio de las trompetas, los truenos y humo de horno de Sinaí estarían ante nosotros. Y nuestras infidelidades serian tan desleales como las del Israel de antaño. ¿Podemos ver en eso el amor de Dios? ¿su cuidado en mantener nuestra integridad hasta ser perfeccionados? o pensamos en el liderismo del brazo de la carne, que propone a dioses que vemos, despojados de gloria. Ahora las ordenanzas retiradas del monte Sinaí, están en el monte de Sión. Los templos de Jesucristo. Y el poder que humeaba y tronaba allí son los convenios y ordenanzas de aquí. «Así que, en sus ordenanzas se manifiesta el poder de la divinidad.» DyC 84:21 y el fuego que vieron allí es «el bautismo de fuego y del Espíritu Santo, sí, el Consolador, el cual manifiesta todas las cosas y enseña las cosas apacibles del reino.» (DyC 39:6)
Contemplando Sinaí
No puedo verlo de otra forma. Sus propósitos no se frustran, pero son acometidos con trabajo y empeño. Su poder no es un mecanismo automático que consigue los objetivos. Más bien es una viña que necesita cuidado y estrategia. Él viene con un plan maravilloso en Sinaí, casi es como una historia de amor, de reencuentro, de retomar una amistad. Y cuando la escena es la más esperada, surge la deslealtad.
Siempre vi esta escena en Sinaí como la del Dios terrible y poderoso. Pero nunca subí con Moisés. Siempre mire desde abajo, sintiéndome ajeno a las debilidades de Israel. Yo hubiera esperado, me digo. Pero cuantas veces olvido a aquel que escribió con su dedo para mí. Mi testimonio.
Nunca pensé en el dolor del rechazo, que el experimentó. Se presentó en su gloria, preparó su ley, incluso las hermosas vestiduras del sacerdocio. Y no pudieron velar cuarenta días.
Ni sus amigos una noche en Getsemaní.
Este es un artículo de opinión donde el autor expresa su punto de vista el cual es de su exclusiva responsabilidad y no necesariamente representa la posición de El Faro Mormón o la de alguna otra institución.
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