Por Jesse Hyde, Deseret News Traducción por Arlette Sureda y Yamil Inostroza
MANILA, Filipinas – El agua subía rápidamente.
En la oscuridad de la madrugada, Amanda Smith se alejó de la ventana para cubrir su cara de la copiosa lluvia. Ella recién la había cerrado unos momentos antes para protegerse de la furiosa tormenta que azotaba las palmeras fuera de casa.
Pero ahora el viento la había abierto nuevamente y las persianas de madera golpeaban violentamente en la pared una y otra vez. La Hermana Smith, un misionera SUD de Elk Ridge, Utah, no podía ver nada hacia fuera, pero podía oler el mar, que parecía estar cada vez más cerca. Tuvieron que salir del lugar.
Ellas habían escuchado de la tormenta tres días antes por un conductor de bicitaxi. Era la temporada de tifones y las tormentas tropicales son comunes en las Filipinas. Sin embargo, la última advertencia de tormenta no había producido nada sino cielo azul. Pero algunos misioneros se preguntaban si esta vez no sería diferente.
Había nueve misioneras de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días con ella en la casa, una estructura de dos pisos hecha de bloques de cemento. Eran jóvenes de Utah, Alaska y de las Filipinas, todas alrededor de su misma edad, 19 años.
Habían hecho lo que había podido para prepararse, apresuradamente había armado kits de 72 horas y había comprado velas y cuerdas así como su presidente de misión del había pedido que lo hicieran, aún cuando nadie en la casa pensó que sería necesario.
Ahora, al bramar las aguas por las calles hacia ella, la Hermana Smith se dio cuenta que ninguna preparación es demasiado pequeña. La peor tormenta de esta generación estaba a punto de tocar tierra.
Preparándose para lo peor
Más de 480 kilómetros al norte, en un departamento en la capital, Manila, el Elder Ian S. Arden se sentó a mirar CCN. Un ex presidente de misión de cabello gris y sonrisa fácil, no podía hacer más que sentir un inminente sentimiento de temor sobre lo que estaba ocurriendo. En la pantalla del televisor, el tifón se sacudía, un monstruo en camino que nadie puede detenerlo.
Los vientos eventualmente alcanzarían los 320 kilómetros por hora. Como primer consejero de la Presidencia del Área Filipina, el Élder Arden se encarga directamente de los 675 mil miembros de la Iglesia SUD que viven en las Filipinas, en particular de los miles en el ojo de la tormenta en una ciudad de 235 mil habitantes, llamada Tacloban, y sus alrededores, así como de toda la población.
Como nativo de Nueva Zelanda, había visto tifones en persona y conocía de primera mano de su poder destructivo. Tenía la esperanza de que los miembros y los jóvenes misioneros hubieran atendido a su llamado a prepararse. Días antes que la tormenta golpeara, su oficina había estado enviando advertencias a los 21 presidentes de misión en las Filipinas, con mapas regularmente actualizando con trazando el curso del tifón, preparando los kits de emergencia que había aconsejado hacer, y cómo llegar a lugares seguros, que para muchos miembros eso significaba la capilla.
La presidencia de área había pedido a cada presidente de misión llamar en cuando la tormenta amainada para informar de los daños y el estado de sus misioneros.
El Élder Arden miraba las noticias al comenzar a salir el sol sobre las Filipinas y esperaba que llegara el primer llamado telefónico. Se preparaba para lo peor.
Aumento del pánico
La Hermana Smith había querido siempre ser una misionera, aún desde cuando era una pequeña niña que crecía en Minnesota, llevando sus escrituras a las Primaria y aprendiendo a tocar himnos como “Soy un hijo de Dios” en piano.
Hizo sus papeles para la misión tan pronto como cumplió los 19 años. Había estado entusiasmada por ir a las Filipinas. Pero de alguna manera, ella se veía demasiado delicada para este lugar, con su cuerpo alto, esbelto y de piel de porcelana fina.
Las Filipinas no eran un lugar exactamente limpio, y algunas casos le había tomado tiempo acostumbrarse (arroz en cada comida, el olor asfixiante de los escapes en las calles congestionadas, duchas frías con cubetas; pero también se enamoró del lugar). El dulce aroma de los mangos, la efervescencia de la gente y habían comenzado a batir su lengua con la forma del idioma de Waray-Waray.
Un día se sentó en un banco para enseñar una lección en una choza de piso de tierra y de la nada aparecieron tres polluelos que le caminaron alrededor de sus piernas, en la misma forma en que se posaron sobre los hombros de Cenicienta y ella pensó: ¿Qué mágico lugar es este?
Ella ha estado fuera cinco meses, su última área fue San José, donde viven algunos de los más ricos y más pobres residentes de Tacloban, algunos en buenos departamentos, otros en rucas de bambú y cartón, donde una lona manchada por el humo de las llamas de la cocina es lo único que tiene por techo, con gallos y perros callejeros corriendo por sus pies.
San José está bajo el mar, y unos pocos días antes de la tormenta, justo para poder estar a salvo, los asistentes al presidente de misión (dos jóvenes, élderes que ayudan al presidente) le pidieron a ella y su compañera a venir más la interior del territorio, que es dónde estaba ahora, con nueve hermanas misioneras, en un departamento que rápidamente de llenaba con agua negra y sucia.
Cuando la tormenta empeoró, se podía sentir la casa sacudiéndose, el chasquido de metales de afuera, y animales aullando y chillando.
Primero, las hermanas estaban todas juntas en una pieza central en el segundo piso, pensando que era el lugar más seguro de la casa. Pero el agua estaba ahora llegando a sus rodillas. Barras metálicas cubrían cada ventana, impidiendo una escape hacia el exterior.
Con ninguna otra alternativa debían ir al primer piso, donde el agua casi llegaba al techo, y tratar de abrir la puerta principal para salir. Ellas sabían que la corriente podría tirarles hacia el interior del océano, pero si permanecían donde estaban, se iban a ahogar en lo que se habría convertido en una caja de paredes de cemento.
Una por una las hermanas se metieron al agua congelada del primer piso. Algunas que no podían nadar se aferraron a sus compañeras. Algunas comenzaron a llorar.
La Hermana Smith también estaba asustada, pero estaba determinada a no demostrarlo. Quería permanecer calmada por las demás. La puerta frontal estaba cerrada por un pestillo arriba y abajo. Una de las hermanas se sumergió bajo el agua y abrió el pestillo de abajo; otra alcanzó el de arriba e hizo lo mismo. Pero cuando trataron de abrir la puerta no se movía. El agua que estaba presionando desde afuera y adentro la habían sellado.
El bajo nivel de pánico, que estaba menguado, alcanzó la histeria en algunas hermanas que comenzaron a llorar y sollozar. La Hermana Smith podía sentir el pánico elevándose en un pecho también, pero ella debía mantener la calma. Junto a un par de otras hermanas, quienes se habían convertido en líderes del grupo, comenzó a cantar himnos con sus voces silenciadas por el agua sucia que subía hasta su mentón. Citaron escrituras. Oraron.
La Hermana Smith puso cara de valiente sin atreverse a decir en voz alta lo que estaba pensando: “Nunca pensé que esto es donde terminaría mi vida.”
Buscando a los sobrevivientes
Al amainar la tormenta, el teléfono en la oficina del Élder Ardern comenzó a sonar. Uno por uno, los presidentes de las 21 misiones en las Filipinas le llamaron, informando que todos sus misioneros estaban a salvo y contabilizados, excepto uno. El presidente desde la Misión Tacloban nunca llamó.
Mientras el Élder Arden esperaba, el teléfono sonaba. Padres de Idaho y Texas llamaban frenético por tener noticias de sus hijos. Las esposas de la presidencia de área contestaron la mayoría de esas llamadas, asegurando a los padres que tan pronto como tuvieran noticias, ellos le harían saber el estado de sus hijos misioneros.
Más de 24 horas pasaron y la presidencia de área aún no había oído ninguna palabra del estado de los 205 misioneros en Tacloban. El Élder Arden se paseaba de un lado para el otro cuando finalmente un correo electrónico de parte del presidente de misión llegó. Los 38 misioneros en la ciudad de Tacloban estaban a salvo. Había negociado con oficiales de gobierno locales para enviar un email en el único portal de internet funcionando en el pueblo. Prometió que tan pronto como encontrara al resto de sus misioneros estaría en contacto.
El servicio de celulares estaba aún imposibilitado, y sería así por días, sino semanas. El Élder Arden estaba aliviado, pero también preocupado por el resto de la misión. La presidencia de área despachó a todos los empleados de la Iglesia en Cebú y Manila (seguridad y mantenimiento de edificios, bienestar y otros) para ir a Tacloban para buscar a los miembros. Ellos viajarían por 6 horas desde Cebú a Tacloban para contabilizar a los sobrevivientes, regresar a Cebú para encontrar un teléfono funcionando o una conexión a Internet para hacer un informe a las oficinas centrales en Manila, y después regresar a la destrucción para encontrar más sobrevivientes que ayudar.
En una sola congregación mormona, 95% de sus miembros vieron sus casas destruidas. Muchos familiares perdidos, muchos llevados hacia el mar por la corriente, que nunca regresaron.
Orando por un milagro
Las hermanas misioneras trabajaron juntas. La Hermana Schaap hizo una hoyo por una abertura en una pared endeble y el grupo de 10 nadaron a través del agua sucia que pronto se llevaría sus diarios, ropas, ollas y sartenes al mar. Las que no sabían nadar se aferraron fuertemente a sus compañeras.
Las hermanas usaron la cuerda para llegar cerca del techo. La Hermana Smith se paró en la canaleta, las otras nueve hermanas temblaban a su lado, aún seguía lloviendo. Habían pasado horas desde que había comenzado la tormenta, y el cielo sobre Tacloban todavía era gris, envuelta por la niebla.
La Hermana Smith dijo que los pensamientos de morir dejaron su mente. Pero algunas de las hermanas se veían pálidas y sus cuerpos temblaban. El agua estaba aún subiendo y temían que fuera a sumergirlas. Una de las hermanas sugirió que oraran. Se acurrucaron muy cerca, inclinaron sus cabezas, y con la lluvia goteando en sus mentones, pidieron a Dios que el agua parara.
Luego, en lo que la Hermana Smith podía solo describir como el más grande milagro de su vida, el mar paró de subir.
El rescate
Al tiempo en que Élder Ardern llegaba a Tacloban cuatro días después de la tormenta, el agua había retrocedido, dejando una asquerosa escena de destrucción a su paso. Los cuerpo hinchados yacían expuestos al lado de la carretera, algunos tapados con una manta, o con techumbre oxidada, otros con una pedazo de cartón con moho. El hedor era repugnante.
En un momento, la ciudad había tratado de realizar un entierro masivo de 200, pero se detuvieron sus camiones cuando oyeron las armas de fuego. La ciudad había descendido a un caos y desenfreno. Los sobrevivientes al tifón habían saqueado las tiendas que habían sido destruidas para robar televisores y juguetes, comida, aún aparatos de iluminación a pesar de que no había electricidad.
Horas luego de la tormenta, los asistentes al presidente había hecho el trayecto a pie desde la casa de misión hasta la casa donde las hermanas se habían quedado. La casa estaba destruida pero igual tuvieron que patear la puerta para entrar.
Cuando no encontraron a nadie temieron lo peor, un sentimiento que solo aumentó cuando un vecino les dijo que habían visto a cuatro hermanas saliendo de un liceo cercana.
“Se suponía que eran 10,” dijo uno de los élderes. Encontraron a las 10 en el liceo cercano, y pronto conocieron la historia del escape desde la casa y de las horas que pasaron en el techo orando para que alguien las encontrara.
Con las hermanas contabilizadas, los asistentes y otros misioneros asignados a las oficinas de la misión se repartieron por toda la ciudad, tratando de encontrar al resto de la fuerza misional.
Un densa nube impedía incluso funcionar los teléfonos satelitales, lo que significaba que los misioneros no tenía manera de comunicarse con los misioneros sirviendo en las áreas periféricas. Pero estos misioneros, dicen que, guiados por el Espíritu y su instinto de supervivencia, se hicieron un camino a la casa de misión. Algunos caminaron por cuatro horas. Otros tomaron una moto, confiando en las bondad de extraños que no sabían cómo alimentar a sus hijos. Un grupo de misioneros juntaron más de mil dólares y se hicieron camino a Tacloban en barco. Todos los 205 misioneros estaban, ahora, contabilizados.
Los dos asistentes del presidente, uno de Dallas y el otro de Fiji, permanecieron con las 10 hermanas y otros en la casa de misión, ayudándose unos a otros, especialmente en la noche cuando se oían los disparos.
Cuando su propia comida se estaba agotando, los asistentes, bajo la dirección del presidente, decidieron que debían hacerse el camino hacia el aeropuerto. Así que antes de amanecer, cuatro días después de la tormenta, pero otra vez en una lluvia torrencial, se dirigieron con sus linternas mostrando el camino a través de la oscuridad.
“Esa fue la cosa más difícil,” dijo uno de los asistentes. “Las personal estaban hambrientas, habían comenzado a atacarse unas a otras. La peor parte fue el olor, el hedor de la muerte.”
Algunas hermanas, con sus pies ampollados, apenas podían caminar. Los saqueos se tornaban más severos, y los misioneros habían escuchado que los prisioneros en la cárcel, que no tenían electricidad ni guardias, estaban saliendo.
Los asistentes se mantuvieron al frente y atrás de la larga fila de misioneros (docenas y docenas) al hacer la larga marcha al aeropuerto.
Mientras caminaban, el Élder Ardern trató de arreglar un vuelo de salida. Había reservado vuelos a Manila, pero miles de otros sobrevivientes habían invadido el aeropuerto de Tacloban. El agente de viaje le dijo que si quería un vuelo de salida, debía pagar más para tener a sus 205 misioneros a salvo. Mientras Élder Ardern buscaba otras opciones, los misioneros circulaban por todas partes de lo que quedaba del terminal aéreo, sus paredes se volaron por los ráfagas de viento de la tormenta. Y luego, un milagro final.
Un sargento del Ejército con un avión C-103, asignado por el gobierno de los Estados Unidos a sacar a los norteamericanos del área del desastre, dijo que tuvo el sentimiento de que debía caminar a través del terminal una vez más. Al hacerlo, vio de reojo lo que parecía ser la placa de un misionero mormón. El sargento, siendo el mismo un mormón, le preguntó al misionero si eran norteamericanos. Cuando le dijo que si, el sargento le dijo que él podría arreglar un vuelo de salida para todos los norteamericano y extranjeros en su C-130.
Antes que el día se acabara, Elder Ardern ya había llegado donde muchos de los misioneros estaban volando fuera de Tacloban. Para el fin de semana, todos los misioneros en el área serían evacuados a Manila, donde ellos esperarían una nueva asignación a otra misión en las Filipinas.
El camino a seguir
Es sábado por la tarde en Manila, una semana después de la tormenta, el aire es caliente y pegajoso.
La Hermana Amanda Smith y las otras nueve sobrevivientes están sentadas en una banca en los bien cuidados jardines del Centro de Capacitación Misional de Filipinas, hablando con un equipo de televisión de Nueva York. Se les dijo que su historia de supervivencia y resistencia inspirará a millones.
Sin embargo, es aún difícil para la mayoría de ellas hablar de su experiencia y las cosas que vieron. Dicen que pesadillas de terror les despiertan. Y así, tal como hicieron durante la tormenta, cantan himnos y hacen oraciones en silencio, esperando paz y una habilidad para dejar atrás el terror de lo que fueron testigos.
Sin embargo, hay una parte de ellas que desean poder volver para ayudar a aquellos miembros y no miembros, de igual manera, quienes aún está atrapados. Se consuelan con saber que la Iglesia nunca ha parado de buscar a aquellos que están perdidos y que en las semanas que vienen los oficiales de la Iglesia, desde Salt Lake y a través de las Filipinas, continuarán enviando comida y suministros médicos, mantas y carpas, a las áreas más afectadas por el tifón, para proveer ayuda a los filipinos, sean mormones o no, como parte de la operación de rescate, que incluye docenas de organizaciones no gubernamentales (ONGs), grupos de fe y gobiernos de todo el mundo.
Cuando terminó la entrevista con el equipo de televisión, la Hermana Smith y las otras hermanas corrieron al estacionamiento, donde los misioneros evacuados de Tacloban estaban en los furgones que las llevarían a sus nuevas áreas.
Se abrazaron y lloraron, unidas por la tragedia que nunca vieron venir, pero una de ellas estaba sorprendentemente preparada. Para muchos, sus misiones están a punto de comenzar.
“Esto fue un cosa tan terrible que presenciamos,” dijo la Hermana Smith. “Pero aprendí tanto sobre como las personas se unen para ayudar a otras, sin esperar nada a cambio. Lo vi de otros misioneros, y lo vi del pueblo Filipino. Es una lección que espero nunca olvida.”
Gracias por el esfuerzo, pero deben de usar un segundo editor porque este artículo está lleno de errores gramaticales y ortográficos.
Mi hija sirvió en la Misión San Pablo, en Filipinas y me conmovió hasta las lagrimas este artículo!!!
Que el Señor proteja siempre a estas jovencitas dignas que estan al servicio de Dios Nuestro Padre Celestial
No paro de llorar y mi mamá esta igual no cabe duda que el espirito santo está con cada uno de nosotros
Señor bendito escucha sus oraciones
Me He quedado maravillada del poder de la oración nuestro Padre C celestial nos ama más aun a las y los misioneros
Miriam Ivonne Mayorga Cauley
Miriam Ivonne Mayorga Cauley
Hermoza historia de supervivencia si estas embarcado a servir el Señor en su obra el te acompañara con su espiritu.
q gran milagro lo que el Señor hizo x aquellas misioneras, y lo importante es q nunca se dejaron vencer, se dieron valoro unas con otras, oraron al Padre y nunca perdieron la Fe……que el PADRE CELESTIAL siempre proteja y cuide a todos los misioneros y misioneras y a los hermanitos de la iglesia
Jessie Albances
Siempre pero siempre estaran protegidas, si yo pasé por ese manto, otros igual. La obra avanza.
Yessica Ceballos
En donde nos encontremos NPC y NSJ stan con cada uno de sus hijos. Confianza y bendiciones hermanos.
Los milagros existen,fue muy emocionante leer esta experiencia todo mi ser se extremecio
Que dios las bendiga
servir al señor ,no es fácil.pero èl jamás nos dejara solos