La renombrada pintora inglesa Kim Noble tiene docenas de personalidades: una para emociones de ira, otra para emociones de tristeza, otra para emociones de intensa alegría, y muchas otras para diferentes emociones y circunstancias.
Cuando niña, la Srta. Noble sufrió terribles abusos y su subconsciencia, como mecanismo de defensa, inventó diferentes personalidades para que pudiera alejarse, emocionalmente, del infierno que era su vida.
He visto, muchas veces, una fragmentación emocional ocurrir en otras personas, pero no a ese nivel. Sucede cuando estamos bajo muchas presiones. Puede pasar después de la pérdida de un empleo, una lesión grave, un divorcio, o la pérdida de un ser querido.
En la Iglesia, puede suceder cuando no logramos abandonar un pecado grave, cuando un miembro de nuestra familia abandona su fe, cuando un líder de la Iglesia no nos trata como corresponde, o cuando somos llamados, o relevados, de un llamamiento inesperadamente.
Como la Srta. Noble, comenzamos a ser uno bajo algunas circunstancias, pero otro bajo circunstancias diferentes. Se nos salen emociones muy fuertes, que desconocemos, y que no elegimos intencionalmente. Esta falta de consistencia emocional nos desorienta y nos lleva a tomar más y más decisiones que no habríamos tomado de otra manera.
Es así que los miembros fuertes se pueden transformar totalmente dentro de un plazo corto. Pierden un sentido de quiénes son. Debemos estar atentos a este proceso de fragmentación porque nos puede suceder a cualquiera de nosotros.
El antiguo país de Israel existía prácticamente en una olla de presión. Durante la época de los jueces, los pueblos vecinos conquistaban a los Hijos de Israel con frecuencia. David logró subyugarlos, pero luego se interesaron los imperios mesopotámicos en conquistar Egipto. Para eso tenían que pasar por, y conquistar, Israel.
Los pobres israelitas fueron de mal a peor.
Estos acontecimientos en la historia israelita nos pueden servir como símbolo y sombra de lo que nos sucede a nosotros emocionalmente.
Podemos ver los conflictos entre las diferentes tribus como conflictos internos. Queremos ser buenos, pero no queremos abandonar nuestros pecados favoritos. Queremos realizar la noche de hogar pero queremos mirar el partido, o chismear con los vecinos, u otra cosa de menos valor. Queremos ser honrados pero una mentira nos puede facilitar un ascenso en el trabajo o evitarnos una conversación desagradable.
De ahí vienen las presiones de la vida: un revés económico, la pérdida de salud, la traición de alguien de confianza. Tal como los israelitas no podían hacer frente a los filisteos, moabitas, y otros pueblos vecinos, cuando estaban divididos, nosotros también nos encontramos mal preparados para lidiar con estos problemas grandes, cuando estamos tan internamente divididos.
La unión del pueblo israelita, detrás de un líder bueno como Gedeón y, finalmente, David, se puede ver como la unión interna. El Espíritu nos conmueve durante la sacramental, la lectura de las Escrituras, u otra actividad que nos presenta un principio eterno. Todo nuestro ser se orienta en torno a ese principio. Experimentamos una integridad interior que nos da confianza y claridad.
Lamentablemente, estas épocas de integridad y unión emocional y espiritual no se perpetúan automáticamente. Si nos descuidamos, la fragmentación nos espera a la vuelta de la esquina.
Los pecados muy graves se pueden ver como la separación de Israel (en el norte) de Judá (en el sur). El domingo por la mañana, asistimos a la sacramental, pero por la tarde nos juntamos con alguien que no sea nuestro cónyuge. Damos una clase sobre la honestidad y luego robamos a nuestro empleador.
De ahí, invade Babilonia. No automáticamente. Antes, vienen los profetas que nos advierten que estamos mal. Tenemos los hermanos ministrantes, los líderes de la Iglesia, e inclusive el mismo Espíritu Santo—que nos habla a través de la consciencia—que nos advierten que estamos mal.
Si nos arrepentimos, somos como el pueblo de Nínive, que responde a las palabras de Jonás. Si hacemos caso omiso o rechazamos las palabras de amonestación, somos como los israelitas del pueblo del norte, y luego del pueblo del sur. Somos conquistados y, luego, dispersados.
He visto con ojos propios la dispersión espiritual de algunos miembros de la Iglesia. Durante la misma visita, ellos pueden comenzar a dar sus testimonios y luego negarse a sí mismos. Una parte de ellos sabe que tuvieron experiencias espirituales muy fuertes pero otra parte no lo quiere reconocer.
Una dispersión interna y personal requiere lo mismo que requiere la dispersión de los Hijos de Israel: un mesías. El Salvador Jesucristo nos enseña muy claramente que los brazos de Su misericordia siempre están extendidas hacia nosotros.
Muy poco después que el apóstol Orson Hyde dedicó Israel para el recogimiento de los Hijos de Israel, miembros de la comunidad judía en Europa comenzaron a volver a Palestina, que en aquel entonces pertenecía a los turcos y era habitada principalmente por los árabes.
Judíos como Teodoro Herzl se sintieron inspirados a dedicar sus vidas al restablecimiento de Israel como país legítimo y hogar de todo el pueblo de Israel. En unas décadas, esta visión se hizo realidad. El recogimiento todavía no termina, pero el hecho de que comenzó es innegable.Existe en Japón un arte llamada kintsugui, que consiste en arreglar vasijas quebradas con oro. En vez de esconder las fallas, son embellecidas. La vasija vuelve a ser íntegra y más preciosa que antes, gracias a un artista maestro.
Una de las promesas más grandes del Evangelio es que nosotros también podemos ser recogidos. Después de sufrir una dispersión interna y emocional, nosotros también podemos volver a gozar de una integridad divina. Gracias a la mano de un artista maestro, nosotros también podemos gozar de una integridad interior, y nuestras vidas pueden valer más que nunca.