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“Yo a nadie juzgaré; es imperfecto mi entender; en el corazón se esconden penas que no puedo ver”.
Cada días tienen más sentido para mí los versos de Susan Evans McCloud en el himno “Señor, yo te seguiré”.
Puede que nos sea más fácil sentirnos identificado con estas palabras y pensar “¡es verdad!, las personas me juzgaron y no tenían idea por lo que estaba pasando”, pero pareciera ser parte de la naturaleza humana el no inclinarnos a pensar y recordar a todas las personas que hemos lastimado con nuestros juicios sin tratar de entender sus penas que “en el corazón se esconden”.
Yo tengo mis propias luchas personales. Muchas veces pierdo mis luchas. ¿Porqué tendría que pensar que es diferente para los demás? ¿Porqué tendría que pensar que puedo juzgarlos cada vez que no cumplen con mis expectativas? La metáfora del corazón, lugar donde se albergan los sentimientos y las emociones, también esconde miedos, temores, penas, enojos, dudas e historias personales que ningún otro corazón conoce.
El juzgar a otros pareciera ser tan natural que el abstenerse de ello requiere un esfuerzo tan sincero como consciente a la vez. El juzgar a una persona por no cumplir con las expectativas que tenemos de él o ella puede llegar producir un daño tan profundo como invisible.
Cuán agradecido estoy por esas manos dispuestas a ayudarme que han estado presente las veces que perdí mis luchas, aún cuando quizás no sabían que me estaban ayudando. Cuán triste me siento al pesar que en las ocasiones en que he retraído mi mano de ayudar a otro que estaba perdiendo su lucha. Creo que podemos hacerlo mejor que esto.
Dentro de todas las cosas que me podría escribir durante mi vida, creo que lo más importantes es mi fe y convicción de que hay un Dios y que Él es nuestro amoroso Padre Celestial que nos ama a cada uno de nosotros.
Mientras serví como misionero en el Uruguay, muchas veces me pasó que las personas a quienes enseñaba no progresaban o caían en debilidades anteriores. A pesar de que esto a veces nos desanimaba a mi compañero y a mi, no recuerdo haber sentido el deseo de que fueran castigados por el Cielo o algo parecido, sino que nos esforzábamos por encontrar nuevas maneras en que ellos pudieran experimentar el amor del Salvador. Creo que fue Dios quien lo puso esos deseos en el corazón de mi compañero y en el mío para sentir de la manera que Él sentía. Por esa razón sé que Dios no está sentado en un trono esperando el momento en que comentamos un error para castigarnos, sino que, por el contrario, nos cuida, está pendiente de cada paso que damos, nos provee de oportunidades para aprender y nos envía ángeles para compartir Su amor por nosotros y señalarnos el camino a seguir. Él desea que tengamos éxito en nuestros desafíos y hace todo lo posible, para ayudarnos en nuestras luchas.
Me he dado cuenta que las mayores manifestaciones del amor de Dios son hacia aquellos cuyo corazones esconden penas que no podemos ver a simple vista. Las más grandes revelaciones de esta dispensación y las anteriores se dieron a conocer a personas con preguntas en su corazón, que pasaban miserias encarcelados, que rogando por el bienestar de su familias y sus pueblos, o pedían el perdón de sus pecados. Si nuestro amoroso Padre Celestial está dispuesto a extender Su mano hacia quienes tienen falta de sabiduría, o son débil, o están batallando en alguna de sus luchas personales ¿porqué nosotros no vamos a estar dispuestos a extender nuestra propia mano a nuestros hermanos que padecen en silencio?
Cada uno de nosotros tiene sus propias luchas las cuales Dios tiene muy presente. Es por medio del sacrificio expiatorio de nuestro Señor Jesucristo que todos somos merecedores de esas manifestaciones de amor del Padre, si las buscamos. Es por medio de Él que podemos ser sanados de aquellas penas que esconden nuestros corazones, ser limpios del pecado y alcanzar la felicidad eterna.
Imagen: Escena de “(Christ) Rescue of the Lost Lamb”, por Minerva K. Teichert.