Descubrí algo inesperado cuando tenía alrededor de 13 años: cantar en el coro me daba ciertas ventajas:
- Las chiquillas se fijaban más en mí, pues eran más las muchachas que los muchachos.
- A veces podía faltar a clase con permiso, ya que el coro tenía ensayos especiales, y hasta viajaba para cantar en lugares especiales: como en Disneylandia.
Participé plenamente en los coros desde el octavo año hasta el final de mis estudios secundarios. Por suerte, mi escuela pública contaba con una de las mejores directoras de coro de todo el Estado de California.
Exigía que cantáramos las diferentes obras tal como cada compositor las tenía escritas. No podíamos cantar desafinado y teníamos que mantener un equilibrio perfecto entre las diferentes voces: bajo, tenor, contralto y soprano. Cantábamos muchas obras difíciles de diversos géneros.
Durante esos años cantando en coros noté un fenómeno muy curioso. A veces, una parte de la obra de música requería que produjéramos un canto bien fuerte. Nuestra directora, siempre la perfeccionista, a menudo tenía que pararnos para decirnos que aun faltaba.
En esas ocasiones, me di cuenta que los que respondían a la directora, y daban más, eran los que ya cantaban fuertemente. También mi di cuenta de que los calladitos, los que en realidad necesitaban cantar más fuertemente, seguían igual, o casi igual, de calladito.
Hice una observación parecida en otras circunstancias: incluso en la Iglesia.
Los brasileños son mundialmente famosos por ser gente alegre. Se les sale la sonrisa muy fácilmente.
Durante uno de mis viajes a Brasil, me tocó asistir a una conferencia de barrio. ¿De qué nos habló el presidente de estaca? De recordar ser alegres, que el Evangelio nos daba muchos motivos para sonreírnos.
No quiero poner en duda el consejo de aquel presidente de estaca. Solo me pareció curioso que las personas que ya eran conocidas por ser alegres se preocuparan por ser alegres.
Ellos son como los cantantes que ya cantaban fuertemente.
El élder Uchtdorf hizo una observación del mismo fenómeno, pero destacó el otro lado de la moneda. Parafraseando sus palabras, dijo que, cuando escuchamos un principio enseñado en la Iglesia, muchas veces decimos cosas como:
Ah sí. Esto es para el hermano Fulano. Le hace mucha falta escuchar este discurso.
Espero que la hermana Mengana se fije en esta lección, pues la necesita.
En vez de buscar una aplicación del principio a nuestras propias vidas, presumimos que ya estamos bien y que eso es trabajo para alguien más. Queremos sacar la paja del ojo del prójimo sin primero preocuparnos por la viga que tenemos en nuestro ojo.
En esos casos, somos como los cantantes calladitos, que no dan más cuando se requiere, que permiten que unos pocos hagan el trabajo de muchos.
En los coros, a veces los mejores cantantes perdieron la voz por intentar cantar con la fuerza de 100 personas, cuando solo eran 10. Era entonces que se revelaban las faltas de los muchos calladitos. Era entonces que sufría todo el coro.
He visto algo parecido suceder en la Iglesia. A veces los pocos dan demasiado de sí mismos por intentar hacer el trabajo de muchos. Descuidan de sus profesiones, sus familias e incluso su salud. Pronto, ya no pueden dar más, y toda la rama, barrio o incluso estaca puede sufrir.
No digo que no existan los casos cuando nuestros llamamientos nos requieren muchas horas. Ofrecemos nuestro tiempo como sacrificio al Señor. Esto hace parte de cumplir con nuestros convenios y establecer el Reino de Dios en la Tierra.
Pero si siempre tenemos que descuidar de nuestras carreras, familias o salud, algo está mal. Si siempre intentamos hacer el trabajo de 100, cuando solo somos 10, se nos acabarán las fuerzas, la vida se nos convertirá en una catástrofe, y ya no tendremos nada que ofrecer al Señor como sacrificio.
Un cuento sobre las búsquedas del Santo Grial nos puede indicar la solución a este problema. Después que el rey Arturo manda a sus caballeros a buscar el grial, ellos van a un bosque oscuro y desconocido. Se separan y cada cual entra en el lugar que más oscuro le parece.
El simbolismo de este cuento nos enseña que cuando buscamos algo que realmente queremos, debemos estar dispuestos a enfrentar las partes más oscuras y desconocidas de nosotros mismos. Lo que más nos impide ser como Cristo raramente son las faltas que estamos dispuestos a enfrentar, sino las que no.
Tenemos que buscar la honestidad, y valentía, de vernos tal cual como somos. En vez de criticar a los demás, debo enfocarme en dónde más me falta a mí. A veces esta introspección me va a revelar que soy un cantante callado, que estoy flojo y que debo dar más horas a la Iglesia.
A veces me va a revelar que, en vez de cantar más fuertemente, debo cantar más afinado, o sea, no que preste más servicio, sino que lo preste con más amor y sinceridad.
Está disposición de verme tal como soy, de preguntar al Señor, como el joven rico de antaño, ¿Qué más me falta? invita al Espíritu de revelación. El Espíritu nos llevará a cantar de la mejor forma posible, tanto en nuestras propias vidas, como en la Iglesia.