En el sueño de Lehi (1 Nefi 8) vemos que frente al árbol de la vida donde se nutren los que siguen a Cristo se erige un edificio, grande y espacioso, desde allí sus moradores se burlan de quienes comen del árbol. Existe antagonismo entre estos dos lugares. Uno, el del árbol, es de origen natural. El otro, el edificio, es una construcción artificial. Hay un aspecto escondido en este asunto que merece una exploración cuidadosa.
De la misma forma, que en el tallado de un diamante, no se desprecia ninguna arista, esta faceta de la visión de Lehi evoca muchos aspectos del evangelio y nuestra vida.
Antes de descubrir las posibilidades de esta piedra donde pondremos nuestro torno, es necesario que conozcamos el principio de la tensegridad. Este principio está entretejido en nosotros mismos mucho más de lo que pensamos.
La tensegridad en pocas palabras
«Una estructura constituye un sistema de tensegridad si se encuentra en un estado de autoequilibrio estable, formado por elementos que soportan compresión y elementos que soportan tracción….» (Wikipedia).
Este principio se observa en la naturaleza y sus diseños. Se ha demostrado que la célula tiene un citoesqueleto formado por filamentos que equilibran los esfuerzos y dan rigidez y forma a la célula.
La espina dorsal es un ejemplo perfecto de tensegridad.
Permanecer erguido, como es nuestra naturaleza, representa una lucha contra la gravedad. El desequilibrio provoca presiones indeseables en lugares sensibles de nuestra columna. Por lo que al comprometer la verticalidad arriesgamos nuestra salud.
Todo el equilibrio inteligente, vertebras, tendones, ligamentos, músculos; dota a nuestra espina dorsal de la capacidad de moverse con éxito en el campo de la gravedad. Este sistema es capaz de soportar peso sin aplicar compresión a vertebras y discos. De ahí la capacidad de absorber múltiples y constantes impactos sin transmitirlos al delicado tejido nervioso de la médula. Esa energía dañina se diluye como una onda en el sistema elástico de tensegridad.
Un árbol o una planta es un sistema de tensegridad, absorbe la fuerza del viento y sin embargo no pierde su forma. Al soportarlo, sus ramas vuelven a su posición original. Por lo que permite conservar su integridad en un entrono agresivo de múltiples fuerzas.
Las fachadas del gran y espacioso edificio en los 70
Cuando era joven, hubo principalmente dos fuerzas que comprometían mi postura erguida, es decir lo que yo creía correcto y cierto. Aquellas creencias no era una cosa cualquiera, parecían originarse en mi propia complexión humana y de forma natural me predisponía a pensar de un modo especial y a guardar una postura exitosa ante los campos gravitatorios que dominaban los años 70. Frente a mí un inmenso edificio, con dos fachadas separadas por una puerta. Fueron dos aspectos de mi tiempo que me provocaron profunda inquietud.
La primera fachada
Me era difícil no hacer caso, cuando la lectura de la paleontología relataba nuestro origen en el romántico borboteo de un caldo de enzimas en una charca perdida. La profesora de naturales, pronunciaba el nombre de nuestros ancestros sin mucho énfasis, como plazas ganadas en tiempos remotos a las hordas oscuras de la superstición. Al explicar la teoría de la evolución, extendía en la pizarra sus acerados argumentos, yo los sentía traspasarme de parte a parte. El panorama de su relato era coherente y basado en evidencias fósiles.
Recuerdo vivamente ese periodo de mi vida. Mi sensación era doble, por un lado, todo me provocaba un desequilibrio y un dolor articular en mis creencias bastante agudo. Era bastante sincero conmigo mismo por ese entonces, digamos que era un occidental forjado en la mirada frontal de los hechos.
Debido a eso el contacto con el néctar del relato evolutivo, destilaba en mi mente un proceso donde no existía finalidad en la vida humana, ni existía un bien más allá de las convenciones. El único bien que se reconocía al cielo, fue aquel meteorito que terminó con la especie dominante de los dinosaurios. Y nuestro único destino era encontrar la felicidad en ese relato tan académico como poco esperanzador.
Para colmo veía en la televisión una versión en dibujos animados de lo que estudiaba en la escuela. Contaba para niños lo simpático y divertido que es proceder de la nada y al cabo de un tiempo zambullirnos de nuevo en ella. Yo no podía ver donde estaba lo estupendo de todo eso.
De hecho ni siquiera Platón podía ser un refugio. Ante esos cráneos que componían retazos del hombre moderno, el Fedón o de la inmortalidad del alma, parecía una leyenda antigua y olvidada. Tenía ante mí un edifico portentoso. Y yo no tenía ni una piedra para ponerla encima de otra.
Podía escuchar la misma demanda de Satanás a Moisés “Hijo de hombre, adórame” (Moisés 1:12). Cambiando hombre por sapiens habría sido fácil postrarse y dejar de sentir dolor (a punto estuve de hacerlo). Pero a la vez no podía olvidar mi testimonio del profeta José Smith y del Libro de Mormón.
Recuerdo una mañana a las 6:00 antes de ir a clase, que estaba realmente angustiado. No sabía qué hacer. Yo consideraba al evangelio como una construcción más y pretendía levantar un edificio solido de pruebas a 50 metros del árbol de la vida, para desde arriba lanzar mis dardos hacia los de enfrente. Sin embargo me hallaba solo y sin argumentos, porque en el evangelio no había piedras, solo había hortalizas y fruta. Si las lanzaba en mi defensa (en vez de comerlas) solo habría más risas y burlas.
Mis amigos en la iglesia solían darme argumentos de defensa pero yo los encontraba sin consistencia. Como aquella idea de que los huesos de dinosaurios pertenecían a otra tierra, de cuyos materiales se hizo esta. Me parecía tan peregrina esa idea, que solo de pensarla me sentía peor. Así me hallaba esa mañana antes de emprender el camino a clase.
Entonces abrí mi ejemplar de DyC al azar y me encontré con mi nombre.
“He aquí, David, te digo que has temido al hombre, y no has confiado en que yo te fortalecería, como debiste haberlo hecho, sino que tus pensamientos han estado en las cosas de la tierra más que en las que son de mí, tu Creador, y en el ministerio al cual has sido llamado; y no has prestado atención a mi Espíritu, ni a los que han sido nombrados sobre ti, sino que te han persuadido aquellos a quienes no he mandado.» (DyC 30:1)
No recibí esa mañana ninguna piedra para poner en mi onda, para ese Goliath que bramaba desde hacia meses, simplemente se me hacia notar en que cosas estaba pensando y de qué forma lo hacía. Esas palabras fueron una terapia suave para corregir una postura, se centraban en mi constitución y no en el entorno.
La segunda fachada
Por aquel entonces tenía yo unos quince años A veces me doy cuenta que en ese periodo se cimentó mi futuro en gran medida.
En aquel tiempo yo era miembro del movimiento junior y posteriormente la JOC, una asociación juvenil que tenía el objetivo de hacer de nosotros personas comprometidas con la lucha de la clase trabajadora (estamos en 1975, el concepto de clase aun fraguaba en las mentes con poder). Teníamos una colección de creencias muy cercanas a un socialismo sin refinar. Ideología de mucha reputación para aquellos que deseaban ser considerados como intelectuales… y yo era uno de ellos.
Una de las cosas más atrayentes de la ideología, pseudo-marxista de aquel tiempo, era el vocabulario. Palabras especializadas para describir un mundo explotado por el capital, una clase, la nuestra que debería alzarse. El materialismo histórico, la lucha de clases, adoptaban un lenguaje científico. De tal forma que el propio discurso llevaba implícito la aceptación de su realidad.
Recordando aquella época, me llama la atención que ninguno de nuestros educadores o líderes mencionaba la idea de estudiar e ir a la universidad. Todo su afán era de retenernos para la lucha en la trinchera de la clase obrera. Nosotros desde el puesto de trabajo cambiaríamos la realidad, demandando el paraíso de Edén o lo que es lo mismo el control de los medios de producción que pertenecen por naturaleza a los trabajadores. Toda esta dialéctica era acompañada por una convivencia cercana y solidaria. Nos sentíamos en familia, acompañados y comprendidos.
Betelgueuse
Por mi facilidad de palabra, me escogieron como jefe de un grupo de unos diez jóvenes de mi edad. Debía seleccionar un nombre. Y lo hice. A todos les extraño el nombre que propuse: Betelgeuse.
Me preguntaron qué era eso y por qué había elegido ese nombre.
Entonces con entusiasmo les dije más o menos lo siguiente:
Betelgeuse es una estrella supergigante roja de la constelación de Orión Su diámetro es de 850 millones de kilómetros. Su masa es veinte veces la del Sol y su borde llegaría a la órbita de Marte.
Yo pensé que quedarían encantados con mis motivos.
Después de explicarlo, la mirada de Toñi, una de las líderes, fue de extrañeza. Creo que se quedo en lo de Marte. Se produjo un silencio de miradas incrédulas. Si hubiese escogido por nombre algo así como Che, Fidel o Bakunin, habrían sido elogios y sonrisas.
Pero dígame estimado lector, ¿acaso no es maravillosa una estrella como esa, la más brillante de la constelación de Orión y no por su temperatura, más bien baja, sino por su tamaño?
Los temas debatidos por mi grupo eran acerca de la inmortalidad del alma y su efecto en la vida. La maldad del materialismo. El poder del mensaje de Jesucristo en la transformación del hombre. Lo expusimos gráficamente en un mural y lo colgamos en la pared del salón de reunión.
Ni siquiera el sacerdote, un cura obrero cercano a este movimiento, responsable del local, quedo satisfecho. Desentonaba demasiado con los objetivos. Yo habría quedado reflejado perfectamente con aquellos que se apremiaban en llegar a un sendero extraño. No podía evitar mi deriva hacia el árbol, esa deriva hacia un lugar estrecho.
Ellos querían hacerme ver que Cristo fue un revolucionario, el primero en desechar la propiedad privada de los medios de producción. Era una época de batallas en las ideas donde me sentía extraño, con una narración del mundo ajena a los intereses de la mayoría.
Al llegar a casa iba añadiendo estrellas al diagrama de Hertzprung-Russell que había en mi habitación. Allí estaban como puntos azules, amarillos, blancos… Aldebarán, Antares, Betelgeuse, Sirio, el Sol, en sus posiciones evolutivas. En la misma pared, también una imagen de Cristo pintada por el Greco.
Yo buscaba al creador de las estrellas… pero no lo sabía. Solo percibía que había algo al Norte de la visión de Lehi y no era el edificio de la vana palabrería en el que me encontraba.
Abandonar ese mundo supuso cargar con un sentimiento de traición a mis amigos. Fue duro, pero no podía andar de otra manera.
El evangelio y la tensegridad
“Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.” (Mateo 22:21)
Esta escritura, como todas, es mucho más que la suma de sus palabras. Es mucho más que un consejo sobre una cuestión fiscal. El Salvador enseña de esta manera la tensegridad, el equilibrio que los santos habían de tener entre la presión de las obligaciones del mundo y la tracción de los deberes hacia Dios. Declarando que su reino no era de este mundo, no obstante el salvador cumplía con los deberes de éste.
En ese nudo presente en quien acepta el ligero yugo de Cristo, donde confluyen el compromiso hacia el Cesar y nuestro deber con Dios, la tensión es 0. Es por eso que se puede estar en el mundo sin ser del mundo.
Somos vertebrados, el evangelio no nos dota de un caparazón intelectual invencible para derrotar a César, sino de una red de sencillas evidencias. Cada una de ellas no es nada, pero su conjunto sostiene cualquier peso y desafió. Incluso el de un sencillo estudiante de 1978 frente a un coloso académico con una lanza semejante a un rodillo de telar.
Esa sencilla solución para vivir en gravedad, que es el evangelio de Cristo, vertebra la realidad de lo que somos y conserva en el centro la fe y la esperanza. Cualquier otro sistema fuera de esa tensegridad da lugar a una desesperanza culta y consistente. Al triste consuelo, de que esas piedras y cráneos ordenados, pulidos y exactos conformen un hogar para nuestra alma. O que ese discurso de palabras afiladas y engañosas nos doten de una vana elocuencia.
El sistema tensorial del evangelio
La fe en Cristo, la esperanza y su amor puro son un sistema tensorial continuo. Si envuelven la espina dorsal de cada uno de nosotros, es decir lo que somos, se produce el milagro de soportar grandes pesos, ya que «…basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos.He aquí, mostraré a los gentiles su debilidad, y les mostraré que la fe, la esperanza y la caridad conducen a mí, la fuente de toda rectitud.»Éter 12:27-28
Es esta inteligente construcción donde las fuerzas antagónicas operan para nuestro beneficio, Donde rige el principio de «No seas vencido por el mal, sino vence el mal con el bien.»Romanos 12:21
Yo buscaba otro edificio como el de enfrente, magnífico y portentoso. Que pudiese rebatir como con voz de trompeta a mi profesora de ciencias, a los que me ridiculizaban por la simplicidad de mi pensamiento. Para eso buscaba, la rigidez de otro discurso antagónico al de mis rivales. Con fundamentos pétreos, cimentado de pilares, de altas y pesadas columnas, con cornisas de palabras técnicas y rimbombantes.
Pero el evangelio…me ofrecía un árbol. Y como a el pueblo de Jared soluciones livianas «…y construyeron barcos a la manera de los que habían hecho antes, de acuerdo con las instrucciones del Señor. Y eran pequeños, y eran ligeros sobre las aguas, así como la ligereza de un ave sobre el agua.»Éter 2:16
Esta respuesta ligera como un ave me recuerda la que yo recibí esa mañana antes de ir a clase, cuando dejé de buscar piedras «… tus pensamientos han estado en las cosas de la tierra más que en las que son de mí, tu Creador»
No me daba cuenta que estaba experimentando en mi propio «esqueleto» en formación, las fuerzas poderosas de la contienda. Reconocí poco a poco que esos sencillos y simples filamentos que el evangelio entretejía dentro de mí y que el mundo despreciaba, conformaban con el tiempo la sencilla y resistente complexión de los santos. Ésta acepta que«…es preciso que haya una oposición en todas las cosas. Pues de otro modo, mi primer hijo nacido en el desierto, no se podría llevar a efecto la rectitud ni la iniquidad…» 2 Nefi 2:11
Aceptando la arquitectura que la tensegridad de Cristo nos propone, podemos observar con admiración la gran sabiduría del modelo de árbol frente a la piedra artificial del edificio.
Desde la distancia
Somos seres extraños. Mientras la profesora de naturales explicaba la rama evolutiva donde clasificaba a nuestro hombre de Cromañon, yo lo imaginaba despidiendo a sus seres queridos en una tumba excavada en la tierra, añadiendo a esta alimentos y armas para la próxima vida.
Lo imaginaba aferrándose a esa esperanza, ese grano de arena apretado en su mano. Sin nada exterior que lo apoyara, solo confiando en su complexión mental, que aunque lejana, yo compartía. Ya que al abrir la mía tenia el mismo grano que él. Y desde el futuro quería decirle: ¡Animo amigo! soy como tú.
Hace unos años tuve una conversación memorable con dos amigos, Fernando y Jose Luis en Sevilla. Recordamos nuestros desafíos en la juventud y entre ellos éste. Caminando entre los jardines de unas instalaciones recreativas del ejercito Fernando me preguntó sobre el problema del registro fósil, que tanto me trastorno en mi juventud.
¿Cómo resolviste este asunto?
y le respondí:
Pues… no lo resolví. He llegado a un punto de equilibrio. Creo que el hombre de Cromañón, el de java y toda su parentela existieron en la tierra. Pero también creo en el hombre Adán.
Llegar a esa respuesta, créanme, me ha costado mucho. Y se que es ligera como un ave sobre las aguas del mar. Pero me mantengo erguido y con esperanza.
Tengo la impresión que el mundo es demasiado ancho, grande e insondable para discursarlo. No hay edificios que lo contengan, aunque sea nuestro deber ineludible explicarlo y entenderlo.
Pero eso es una cosa y otra la arquitectura de nuestro interior.
Creo que llegara el momento en que “El Señor [reunirá] en una todas las cosas” (DyC 84:100) todo el conocimiento y sus aparentes contradicciones cobraran forma en el gran panorama de la creación. Muchos nos daremos con la palma en la frente y entenderemos. Llegará el día en que “…yo [el Señor] integre mis joyas, todos los hombres sabrán qué es lo que declara el poder de Dios” (DyC 60:4). Integrar todo lo que está disperso tanto su pueblo como el conocimiento.
La doctrina agrícola
No tengo ningún edificio para sostener esto. Hace tiempo que me convertí en un ser agrícola. Hace tiempo que desistí de edificar algo parecido a ese edificio de enfrente para contrarrestarlo. La doctrina de Cristo es sencilla y se basa en la fe bien entendida, no esa fe ciega de la apostasía. Alma lo enseña muy bien en Alma 32.
Nuestro argumentario no es muy elaborado, más que palabras son acciones, hábitos y posturas, ¿Cómo puede explicarse eso?Aunque no seamos del mundo el estar en él es muy positivo para el asentamiento de una espiritualidad elástica frente al edificio. Sin esas tensiones de mi juventud no tendría la tensegridad necesaria para hoy.Ese mismo dilema se extiende en todo. En realidad aquello que parece hacernos daño, que se opone a nuestras creencias, que parece borrarlas para un pensamiento lógico. Eso es lo que nos proporciona la oportunidad de tensar nuestra complexión, de templar una espiritualidad hueca y espumosa, de reconocer el valor del fruto, de formar una musculatura que soporte la gravedad de este mundo.
Este es un artículo de opinión donde el autor expresa su punto de vista el cual es de su exclusiva responsabilidad y no necesariamente representa la posición de El Faro Mormón o la de alguna otra institución.