Esta es la maravillosa historia de Maricela y su milagro. Y yo, fui la expectadora que se las va a contar.
Era el verano del 2014. Tenía 19 años, y ya estaba muerta de calor, pero feliz, en el fundo «Cumorah», recibiendo a los jovencitos que iban a participar en la Conferencia Para la Fortaleza de la Juventud (PFJ o EFY). Me habían dicho que a veces, había jovenes «dificiles». Cuando esa jovencita dificil llegó, honestamente no pude anticipar lo que requeriría servirla, por cuánto tiempo, ni cuáles serían las consecuencias. Con una actitud defensiva y el ceño fruncido, se sentó lejos de mí. Yo la miré fijo y le sonreí. Y bueno, ella me miró desde la distancia casi como cuando el del Colo Colo mira al de la U. «Afirmate Iride», me dije.
En esos tiempos, estaba estudiando tecnología médica, aunque yo sabía que tarde o temprano, debía decidir de una vez por todas si servir una misión o no.
Confiando en experiencias previas donde tuve buena y rápida llegada con los jovenes, me tranquilicé pensando que necesitaría solo 1 día para ganarme a Maricela. Sin embargo, para mi decepción y confusión, al final del día ella aún mantenía su postura a pesar de todos mis esfuerzos por romper el hielo, hacerla reir, regalarle dulces, pasarle mi postre a la hora del almuerzo, buscarle conversación, y darle abrazos de oso. Al siguiente día, ella misma se separó del grupo y se mantenía al fondo siempre en las lecciones. El tercer día se acercaba y esa noche, como las anteriores, me encontraba de rodillas en mi colchón inflable, orando por esa jovencita.
Decidí que no iba a rendirme. Si las cosas no resultaban con ella, entonces y solo entonces, yo sabría que no habría sido por mi negligencia o por rendirme muy pronto. Sin embargo, yo no podía decir eso sin haber tratado absolutamente TODO para demostrarle mi amor a ella. Tomé un papel e hice una lluvia de ideas, de formas para mostrarle amor. Se me ocurrieron muchas cosas, incluso cosas que tal vez usualmente yo no habría hecho, pero aquí no importaban ni yo, ni mis deseos personales. Estaba en juego la salvación de ella, porque esta podría ser la oportunidad que el Señor tenía planeada para ayudarle a comenzar su proceso de conversión.
Los siguientes dos días me dediqué a mostrarle amor en maneras sencillas, pero consistentes; sabía que el Señor obra grandes cosas por medios pequeños. Hacia el final de PFJ, ella me preguntó si podíamos conversar. Nos fuimos solo un poquito más allá, y ella se abrió por completo. Me expresó sus sentimientos respecto de su propia vida, y de lo que deseaba que fuera. Me confió las preguntas de su alma. Lloró sobre mi hombro, y yo con ella. Me agradeció haberle servido todos los días, y me confesó que a través de eso, había empezado a sentir el amor de Dios. Esto me atravesó el corazón.
Al final de la semana, ella se marchó a una ciudad del norte de Chile, muy lejos de Valparaíso. Y alguien podría pensar que después de ese episodio, salté en un pie y grité «¡Mision cumplida!». Pero, ¿Para qué estaba yo en PFJ? ¡Para invitarla a venir a Cristo! Esa conversación había sido apenas un comienzo. Mantuve el contacto con ella uno a uno, por medio de Facebook, whatsapp y llamadas telefónicas. Las primeras semanas la llamaba para orar juntas, para asegurarme de que ella no iba a dejar de orar. Poco a poco, con el paso de las semanas y luego los meses, ella mejoró más y más. Comenzó a asistir a la Iglesia regularmente, se entrevistó con el obispo, puso su vida en orden, y renovó su recomendación. Durante los siguientes meses, hizo su genealogía y regularizó su situación en Seminario.
Después de dos años, recibí la dulce noticia de que ella se había graduado de Seminario, y más tarde, que había recibido su medallón de la mujer virtuosa. En las fotos que me mandaba, nunca más vi una falda que estuviera ni un centímetro apenas sobre las rodillas, y ahora sonreía. Sus ojos y su rostro brillaban con una nueva luz, y ella misma decía que era una persona nueva. Había nacido de nuevo del Espíritu y su proceso de conversión iba viento en popa. Y yo, me alegraba con ella.
Finalmente, decidí que yo debía ir a la misión, cuando tenía 21. Hice los preparativos y recibí mi llamamiento para servir en la Misión Mesa Arizona, Estados Unidos. mi jovencita estaba feliz, pero también triste. Ella sabía que al irme a la misión, ya no podríamos estar en contacto diario como en los últimos 2 años.
El tiempo llegó para partir, y aunque mi visa no estaba lista, comencé mi servicio misional en la maravillosa Misión Chile Santiago Este, cuyo presidente era Presidente Marty Morgan. Dos meses antes de comenzar, como obrera del Templo, un día Maricela y yo tuvimos un gozoso encuentro entre lágrimas y risas. Por meses, ella había trabajado para costearse su viaje y estadía para ir al Templo y decidió aparecer de sorpresa el mismo día que yo tenía turno en el Templo. Esta ha sido una de las sorpresas más hermosas que he recibido en mi vida. Estando en la misión Chile Santiago Este, esperé mi visa por 4 meses, en los cuales me enteré que ella había sido llamada como la maestra de escuela dominical de los jóvenes en su barrio. Mi jovencita tenía para ese entonces 18 años.
La visa estuvo al fin lista, y partí para Arizona. Cada lunes, le escribí sin falta, aunque fuera un solo párrafo. Un día, casi hacia el final de mi misión, abrí un correo suyo que parecía muy misterioso, Sin título. Las palabras que leí habían sido copiadas de un documento, que decía:
Estimada Hermana Alcayaga, por medio de la presente, se le llama a prestar servicio como misionera de tiempo completo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Se le ha asignado a servir en la Misión Chile Santiago Este.
¿¡Queeeee!? ¡Esta había sido mi primera misión! Su presidente de misión sería Presidente Morgan, que fue mi presidente. ¿Coincidencia? Elder Rasband enseñó que no existe cosa tal, en la última conferencia. Mi jovencita comenzaría su misión dos meses justo antes de que yo terminara la mía. Esto significaba que no alcanzaría a verla en persona para despedirme.
Por dos meses fuimos muy felices de que nuestras misiones calzaran y de que las dos éramos misioneras simultáneamente. Yo le escribí a Presidente Morgan esta misma historia, y le expresé cuánto yo amaba a mi hermana y amiga. Cuando ella comenzó su misión, Presidente Morgan, en conocimiento ya de nuestra historia, le dijo… ahora Hermana, podría darle permiso para que un día saliesen a trabajar con juntas.
Después de meses, ese deseo se convirtió en realidad. Este sábado, y después de 4 años desde el primer día que la conocí como una jóven rebelde y amargada sin testimonio, volveré a ver a mi jovencita querida después de varios años, y saldré a trabajar con ella, en su misión, en mi misión.
Ese primer día de PFJ, diciendo chistes tontos para hacerla reír y dándole abrazos de oso hasta que esbozara una sonrisa, jamás imaginé que estaríamos las dos juntas trabajando como misioneras, proclamando el Evangelio restaurado.
Y todo comenzó, con una sonrisa de amor.